Juan Ignacio Siles diplomático y escritor
Los escritores bolivianos logran en
muy pocas oportunidades trascender
nuestras fronteras. Las casas editoriales
no hacen un verdadero esfuerzo por
romper las barreras comerciales
para llevar su producción a otras ciudades
de América Latina.
Los mismos autores se contentan con tener
un escaso éxito en el medio en el que vivimos.
Y la crítica literaria periodística prácticamente
ya no existe en el país.
Su obra es, pocas veces, el producto de escritores profesionales que se dediquen por entero a la literatura.
Y se trata generalmente de una literatura que es autorreferente. Es una literatura profundamente
arraigada en la realidad que nos circunda.
Gira casi siempre sobre el modo en que nos cuestionamos nuestra identidad. Y por ello también
tiene un carácter tan realista. Aún en los casos en que puede llegar a ser una literatura con una
impronta fantástica o surrealista, su esencia sigue estando vinculada al cuestionamiento de lo que
somos o lo que no somos.
Es posiblemente la consecuencia de ser una sociedad en conflicto, una sociedad que no se deja
explicar fácilmente, una realidad que se define como fronteriza y en la que conviven o simplemente
se toleran culturas tan antagónicas como complementarias. Es una realidad que se puede sentir,
que se puede incluso palpitar, pero es también un mundo que no puede decirse si no se tienen
las herramientas para auscultarla.
Y por ello, la boliviana es también una literatura siempre política. Está siempre impregnada
de ideología. Se escribe contra. Se denuncia. Es un grito. Una blasfemia. Pero a partir de ello
reinventamos, nos reconocemos, sobrevivimos. Y sobre todo creamos.
Verónica Ormachea está dentro de esta misma tradición. Aunque tal vez a ella no le guste.
Posiblemente no se sienta ideológicamente vinculada a las literaturas sociales o indigenistas
o a aquellas vinculadas con los procesos revolucionarios que ha vivido el país.
Pero su visión de mundo es profundamente historicista. Está también arraigada en la historia
de Bolivia. Eso es claro en su primera novela, Los Ingenuos, que es un grito contra la violencia
revolucionaria del 52.
Los infames, en cambio, intenta explorar otros ámbitos. Pero lo hace desde la experiencia de
la llegada de refugiados judíos a Bolivia en los años 40. Esta excusa le sirve para dar el salto
hacia una universalidad temática poco frecuente en la literatura boliviana, arriesgándose
en una narración incuestionable sobre los horrores del holocausto.
¿Puede alguien reclamárselo? ¿Es acaso un asunto que competa sólo a aquellos pueblos
que fueron víctimas del nazismo?
No es Los Infames una obra que se detenga en el afán estilístico. La narración es diáfana.
Busca la claridad periodística de un relato que no pretende introducirse en los entresijos
de la mente de sus personajes, sino más bien en la historia casi genérica de las millones
de víctimas que sufrieron la persecución más horrorosa por el sólo hecho de pertenecer
a una etnia distinta, tener una orientación sexual diferente, una ideología prohibida,
un afán de libertad.
Más que los personajes mismos de su narración, lo que Verónica quiere mostrar es
la historia de un pueblo (al que admira sin tapujos) y para ello se vale de unos
personajes, los inventa. Y, para darles más sentido, los hace suyos. Los transporta hacia
una realidad que ella conoce. Los vincula con personajes reales para hacerlos más verosímiles.
Los entronca con la historia de Mauricio (o Moritz) Hochschild, judío emigrado a Bolivia
en los años 30, que, gracias a su propio esfuerzo, se convierte en uno de los barones
del estaño en un país ajeno, y en uno de los hombres más ricos del país. Y hay que
decir que el entronque es perfecto. Creíble al punto de poder imaginar que el personaje
principal, Boris, existió (aunque no haya existido más que en la imaginación de la autora).
El objetivo es por lo tanto fundamentalmente histórico. Ese es el trasfondo que le
interesa y que le importa a Verónica. No entra por tanto en sutilezas literarias.
Es más, se vale de la literatura para dar una visión que como historiadora no hubiese
podido (o debido) asumir. Su narrador es omnisciente. Tanto que a veces es fácil
confundirlo con la propia autora, sobre todo cuando no duda en hacer juicios de valor
sobre personajes históricos reales de un periodo siniestro de la vida política boliviana,
sin esperar a que el lector pueda formarse una idea propia a partir de la representación
de sus personajes.
Pero si el lenguaje literario no es su mayor preocupación, la concatenación estructural
de la narración, muy propia de una narración breve, está plenamente lograda al ritmo
de una tensión cada vez más ascendente hacia un final perfectamente inesperado,
valiente, y sin concesiones a un lector que quiera encontrar un final esperanzador
que pretenda reestablecer la armonía después de la tragedia del holocausto.
La puesta en escena es muy valiente, valiente sobre todo si se trata de una narradora.
De una mujer en Bolivia. Busca Verónica en terrenos escabrosos, oscuros, siniestros,
pero llega así a crear un personaje maravilloso, Varinia, -el resto de los personajes
pueden, en verdad, resultar bastante arquetípicos.
Los infames ha querido ella denominar a su novela, identificándose con el estigma
antijudío de los años 30 y 40, dejándose llevar por su simpatía personal que se anuncia
desde el epígrafe de la novela (y que yo personalmente no comparto, porque creo poco
en la santificación genérica de los pueblos o de las clases).
En realidad, la infamia mayor recae sobre Varinia, la mujer polaca no judía deportada
a Auschwitz por su vinculación con los judíos, que termina trágicamente prostituida
(¿tenía acaso elección?) para sobrevivir, para querer salvarse para rescatar al hijo
que le han arrebatado y al hombre que la ha amado.
Ese violento acto de amor, el prostituirse para salvarse, es narrado con enorme maestría.
Hay una extraordinaria coherencia en esas tremendas páginas en las que se mezcla
la tensión con el asco e incluso con la decepción que produce la supuesta caída moral
de la protagonista. La infame, sí, pero no por voluntad propia, sino por designio de un
mundo de hombres y construido por hombres y en el que las mujeres, más que nadie,
son las mayores víctimas del horror.
No hay concesiones. Y ese es el mayor logro de esta obra. A la brutalidad quisiéramos
responder con la reconciliación o al menos con el reencuentro de las víctimas en el amor.
Pero ese amor, esa posibilidad incongruente, no existe.
Y Verónica no quiere permitírselo -y hay que agradecérselo-, porque las huellas,
el daño que dejan el odio y del terror son imperecederas.